(Artículo):
No sabía de quién era la llamada perdida que había quedado registrada en mi móvil, pero decidí aprovechar el ratito que faltaba antes de empezar mi primera sesión de educación canina para contestarla. La persona que descolgó era la joven propietaria un labrador encantador – de aquellos que mueven todo el cuerpo cuando están contentos – que habíamos enseñado a no saltar a la gente y a no tirar de la correa en la calle hacía un par de años, cuando tenía ocho meses.
“¿Qué?” le pregunté. “¿Cómo va Max?” “Mal” fué su respuesta. “No sé si me podrás ayudar, pero si no encuentro una solución, dicen que a Max le queda un año de vida, como mucho.” Me contó que, hacía unos meses, habían operado a Sam de la pata trasera derecha. Desde la intervención, no había vuelto a apoyar esa pata y se le estaba torciendo la columna vertebral, para compensar la mala distribución de fuerzas. Si ésta no se partía antes, se colapsaría un órgano vital, con el mismo resultado fatal.
Después de haber consultado a dos traumatológicos, uno de la Facultad de Veterinaria de Bellaterra, y a dos o tres fisioterapeutas, la conclusión unánime que transmitieron a la propietaria fue que lo peor parecía inevitable. Quedamos para vernos en su casa, de un pueblo costero al sur de Barcelona, dos días después.
En el mismo momento de colgar, se me ocurrió una idea. Estaba en Masnou, cerca de una tienda muy grande de artículos para animales de compañía y, después de la sesión, me dió tiempo a acercarme antes de que cerrasen. “¿Tenéis patucos para perros?” pregunté. “¿De qué talla?” “Labrador adulto.” “Aquí tienes.” “Supongo que no los vendéis por separado.” “Supones bien.” dijo el dependiente con una sonrisa. “¿Un par sí?” Me llevé el par de patudos de goma, sintiéndome muy satisfecho, aunque no sin albergar serias dudas acerca del acierto de mi proyecto de estrategia terapéutica.
Llegó el día de mi reunión con Sam y su propietario. Al entrar en su casa, ésta me miró con consternación. “¡Qué mala suerte!” dijo. “Parece ser que esto no pasa a casi ningún perro.” El animal, sin embargo, tan alegre como siempre, no cabía en su cuerpo. Le encantaban las visitas. Ahora bien, esa pata trasera estaba encogida y en ningún momento intentó apoyarla. “Ponle este patuco a la pata trasera izquierda.” le pedí, introduciendo en el fondo una piedra redonda de cierto tamaño. “Ahora, le sacaremos a dar un paseo, para ver lo que pasa.”
Fue espectacular. La incomodidad producida en la pata izquierda al pisar la piedra obligó a Max a hacer servir la derecha, primero torpemente, para aliviarla. Después de media hora, andaba más o menos bien a cuatro patas, de manera que me despedí, pidiendo a la propietaria que me mantuviese informado si tuviera algún revés. Dos días después, me comunico que Sam siempre apoyaba la pata operada y le aconsejé que fuera reduciendo el tamaño de la piedra, paulatinamente, en función del progreso en los andares, mientras se asegurase de que las piedras empleadas no produjeran ningún tipo de lesión, ni en las almohadillas ni entre ellas. Finalmente se retiraría el patuco. ¡Misión cumplida!