Compartir:

(Artículo):

No fue la primera vez que me llamaban para explicarme un caso, de lo que podríamos llamar el “síndrome del mejillón”.  En esta ocasión, se trataba de un cocker spaniel de cuatro meses y medio de edad que prácticamente no salía de su capazo y que, cuando lo hacía, se quedaba “colgado” con su cola larga en posición completamente vertical. La joven pareja en cuya casa Luke vivía – si es que eso se le puede llamar vida – estaba lógicamente preocupada por lo que podía estar pasando dentro de ese pellejo. Cuando conocí al animalito en una primera visita, les dije irónicamente que: “Tranquilos. Me da la impresión que no está sucediendo nada allí dentro”.

Un veterinario había examinado al pequeño y no parecía haber anomalía fisiológica u orgánica alguna tras su semblante, de modo que opté por una hipótesis de trabajo basada en el hecho de que debío estar confinado desde muy pequeño en un ambiente que no ofrecía estímulos que le indujeran a reaccionar  más que ante algun perro y la comida. Además tenia muy poca musculatura por su edad, en general, estaba delgado.

Lleva pocos días en casa de la pareja, que había notado un atisbo de interacción con ella, pero nada parecido a lo que consideraban normal en un cachorro. La mayor parte del tiempo, tenía la mirada perdida, no respondía ante fuertes estímulos sonoros, apenas empleaba el olfato y aceptaba las caricias de manera pasiva, sin ilusión. En la calle, se negaba a andar, aunque olfateaba brevemente algún perro que pasaba por su lado.

En la primera sesión terapéutica, pedí a la pareja que, en lugar de darle su comida a determinadas horas, se la entregaran, bolita a bolita, durante todo el día, a cambio de un acercamiento o de cualquier acción que pudiera indicar un principio interacción con ellos. La comida nunca refuerza una relación, pero no había otra manera de inducirlo a moverse. Asociar la comida a la proximidad parecía una buena idea. Los movimientos de la pareja debían ser galvánicos y sus voces, estridentes. Si los receptores caninos estaban oxidados, las reacciones humanas debían ser exageradas, para compensar.

El segundo día, nos dedicamos a la calle, empezando por obligar al pequeño Luke a descubrir como se baja y se sube una rampa y unas escaleras; los de la portería desbloquee de pisos. Después , salimos a la cera para incomodarlo, haciendo vibrar la correa que estaba unida a su arnés, cada vez que intentaba parar. Dedicamos algo menos de una hora a este ejercicio, con resultados prometedores… sólo prometedores.

La pareja – malísima – se empleó a fondo y, el tercer día, todo eran sonrisas. En casa, Luke había empezado a andar, a correr, a acudir a alguna llamada y a ladrar. En la calle, sin embargo, todo iba cuesta arriba; así que decidimos, hacer paseos fraccionados, entre árbol y árbol, para darle descansos y estimular su olfato.

En la última sesión, el propietario estaba eufórico, porque Luke ya trotaba (a ratos) por la calle con él y yo también, porque el pequeño  salió a investigarme cuando llegué. Este animalito nunca había mostrado signos de miedo. Simplemente, no sabía que estaba vivo.